jueves, 6 de abril de 2017

Adiós

Hay muchas razones por las que comenzar un blog. Quizá muchas menos por las que cerrarlo. Sin embargo, estás últimas poseen el valor de lo definitivo. Estoy tecleando estas palabras bajo la sombra del fin, lo que tiene, no lo duden, bastante de reconfortante. Es un acto formal, quizá por ello mismo redundante, pues para dejar de escribir en un blog basta con no hacer nada. Sin embargo, y para aquellos lectores, más o menos fieles, que me han leído durante estos casi cuatro años, he creído importante, como muestra de mi aprecio y respeto por ellos, hacerlo oficial.

Perreta, pero poco cierra. Me propuse, al principio de modo vacilante y tentativo, y, conforme se sucedían los posts, con mayor claridad y seguridad, reflexionar sobre la política española y canaria bajo el filtro teórico deliberativo. En muchas ocasiones, he propuesto una suerte de extrañamiento ante actitudes y actos políticos narrados acríticamente por los medios de información y recibidos de igual manera por la sociedad en general (en la medida en la que uno puede tomar una parte por el todo), actos percibidos así como naturales o normales. He expresado mi disconformidad y mi disidencia haciendo una crítica inmanente, es decir, aplicando conceptos de nuestro sistema democrático a aquellos actos políticos que, según mi punto de vista, poco o nada tenían de democráticos.

Asimismo, cuando uno escribe sobre lo político, en el sentido de los conceptos, valores, sistemas de gobierno, etc., y no sobre las peleas inter o intra partidos (que podríamos denominar política, para diferenciar) o sobre las escenificaciones más o menos logradas de sus líderes y demás personal, a la fuerza corre el riesgo de repetirse. Si uno se muestra a favor de la introducción de mecanismos deliberativos en la toma de decisiones políticas y de la necesaria descentralización para hacerlos manejables puede indicarlo contrastándolos con un par de ejemplos extraídos de la actualidad. Si uno está en contra del decisionismo y de la arbitrariedad lo suele estar siempre. Si uno manifiesta su rechazo a las miserias del periodismo que considera la información como un producto para el consumo o como herramienta de presión económica o política, pues es difícil que cambie de opinión en la siguiente ocasión. Así pues, hasta cierto punto ya he manifestado en el Perreta lo que he creído conveniente, y volver a señalar lo que considero defectos graves en la gestión política de gobierno en cualquiera de sus niveles y en el ideario de los partidos políticos resulta ya inútil, además de tedioso.

No obstante, no es del todo improbable que reabra el Perreta más adelante: mejor pertrechado y revigorizado. Por algo uno es un perreta.

En fin, si por algún motivo necesitan contactar conmigo o quieren conversar sobre algún asunto, no duden en enviarme un correo.

Un saludo cordial y hasta siempre


miércoles, 25 de enero de 2017

Sobre las virtudes ciudadanas

Es difícil negar la importancia de los medios de comunicación. Idealmente, la información que proporcionan sirve para que el ciudadano pueda guiarse por los laberintos políticos, económicos, culturales, y de otra naturaleza, que toda sociedad compleja no deja de generar. Esa guía, también idealmente, proporcionaría al lector/ciudadano las herramientas conceptuales necesarias para hacerse una idea sobre sus preferencias políticas y, llegado el momento, para decidir su voto. En la práctica, el asunto es bastante diferente, y me remito a las numerosas entradas que he escrito al respecto y a la ingente bibliografía que existe sobre los medios de comunicación y la esfera pública.

No obstante lo anterior, a veces es necesario un distanciamiento con respecto al ruido y a la furia que nos transmiten los medios. Al igual que cuando se le quita el sonido a la televisión, los personajes del escenario político se perciben de otra manera. Las palabras dejan de encubrir los actos, y éstos se muestran desnudos, no tal como son (no hay esencia a la que podamos acceder), pero sí diferentes. La palabra sirve para informar, para comunicar y para dialogar. También, como sabemos, para manipular, mentir y engañar. Una ciudad solitaria de mañana de domingo lluvioso nos proporciona una información distinta a la que podemos obtener del ajetreo y bullicio propios de los días laborables. Ninguna es la verdadera, ninguna es la misma por separado.

En todo caso, el ciudadano que mantenga la ilusión de estar informado está expuesto a todo tipo de opiniones e informaciones no sólo contradictorias, sino, en numerosas ocasiones, sesgadas. El liberal optimista concluye que de dicho entrecruzamiento puede extraerse algo parecido a la verdad, cinismos aparte. Yo más bien tiendo a pensar que sin duda no es malo informarse de fuentes diversas, pero que es probable que leer muchos periódicos no nos beneficie gran cosa, al igual que oír muchas tertulias en la radio o ver debates en la televisión. Quizá las lecturas, y la atención en general, deban enfocarse no tanto en la cantidad como en la calidad. No será por falta de monografías de fundado prestigio en cualquier rama del saber. Esto no presupone una determinada ideología, sino la apertura a exposiciones razonadas, la apreciación de la fortaleza de los argumentos, seguidos de la obligada reflexión personal y la extracción de conclusiones a posteriori sobre ellos. La comprensión social y política es un proceso cognitivo e intelectual, y apelar a la tradición, cuando no resignarse al conformismo o sufrir algún tipo de dominación no pueden ser alternativas aceptables en una democracia. 

Así pues, debemos de encontrar y fomentar en nosotros mismos reflexividad crítica, voluntad de aprendizaje y esfuerzo intelectual. Con esas virtudes, podemos abordar la información proveniente de los medios de comunicación con principios y conceptos con los que aquellos puedan sernos, de algún modo, útiles: separar el grano de la paja, cuando sea posible; detectar la desinformación; neutralizar la mentira. 

Sólo con la incorporación de esas características, que me he atrevido a denominar virtudes, considero que puedan tener éxito procesos deliberativos que aspiren a profundizar en la democracia existente (o, si nos atenemos a un concepto de democracia más restrictivo, a iniciar la transición de un sistema meramente representativo a uno que incorpore la democracia en su seno). Democracia entendida como gobierno del demos, producto del cual surge una legislación que el demos se da a sí mismo. Democracia que no está reñida con parte del andamiaje liberal de separación de poderes y carta de derechos fundamentales. Una democracia que rebaje el peso de la delegación o representación, sobre todo cuando se monopoliza dicha representación por los partidos políticos, y aumente el de la participación popular. Un sistema político que, en definitiva, promueva la autonomía personal y el autogobierno colectivo.

 No pretendo, en todo caso, deslizar de contrabando una especie de paternalismo político al señalar estas virtudes como necesarias en una ciudadanía que se pretenda deliberativa y democrática, sino solamente señalar que frente a la inundación diaria de informaciones de la miríada de esclusas de información no es difícil llegar a conclusiones precipitadas y tajantes sobre fruslerías mientras que permanecemos en la inopia sobre asuntos de capital importancia. La esfera pública está oligopolizada por unos pocos conglomerados empresariales, propietarios de los medios de mayor influencia y alcance, que no dudan en ejercer su poder cuando ven amenazados sus intereses o cuando quieren ponerse al servicio de proyectos que consideran beneficioso para ellos. Ser consciente de esta situación es el primer paso para abandonar la ignorancia, para que, parafraseando a Kant, tengamos valor para servirnos de nuestro propio entendimiento.

Tampoco pretendo hacer mía, ni mucho menos, la objeción de la ignorancia pública, por la que se justifica el alejamiento de la ciudadanía de la toma de decisiones políticas alegando su ignorancia o su apatía, sino promover su empoderamiento. Al igual que no puede haber verdadera democracia en una sociedad con gran desigualdad económica, tampoco la puede haber en una con gran desigualdad educativa. No hay que justificar la dominación política sobre la base de la disparidad en riqueza o en educación, sino promover la democracia reduciendo al mínimo las desigualdades que la minan. Uno sabe, grosso modo, de qué pasta política está hecho cada cual cuando se opta por defender la primera o la segunda posición.

Ya ven, uno comienza reflexionando acerca de los medios de comunicación y de la deplorable esfera pública en la que nos comunicamos y recibimos información, y acabamos criticando la mala salud de nuestro sistema político. Lo peor, sin embargo, es de lo que no hablamos, de la sociedad civil adormecida, de sus potenciales agentes democratizadores desactivados, de la ciudadanía que permanece impertérrita. Siempre hay excepciones, por supuesto, y a ellas nos aferramos los que aún mantenemos la esperanza.



miércoles, 21 de diciembre de 2016

Un futuro no mayoritario

No querría despedirme de este año sin compartir con Vds. mis intuiciones más sombrías. Parafraseando a Gerardo Pisarello, diría que la reacción constitucional termidoriana proyecta su fría y mezquina sombra sobre nosotros. La acomodación de las instituciones nacionales a las de la Unión Europea y la armonía legislativa de esta institución de instituciones con la exigencia de irrestrictibilidad de movimientos del capital financiero y de las grandes corporaciones transnacionales auguran un espacio político minúsculo a cualquier movimiento que se diga emancipador. Es decir, que promueva la autonomía personal y el autogobierno colectivo.

Por otro lado, y recordando a Roberto Gargarella, no es sólo que en la sala de máquinas de la Constitución se encuentren alojadas todas aquellas disposiciones contramayoritarias que subrayan el carácter representativo del sistema y aseguran el predominio del poder del Ejecutivo sobre el del Legislativo, sino que incluso ante un proceso (re)constituyente en el que se invirtieran esos predominios (un sistema más democrático, mayor inclusividad y proporcionalidad; mayor poder del Legislativo) es bastante posible que quedara sin efectos prácticos, pues la soberanía nacional se ha vaciado de significado y un sinnúmero de competencias estatales se han transferido a instituciones internacionales tales como la mentada UE, cuya legislación predomina sobre la nacional. Asimismo, la pertenencia a otras organizaciones como el Fondo Monetario, el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio, delimita, por sus obligaciones como firmante, gran parte de su actuación en la esfera de la economía, por no hablar de la OTAN, en el plano militar.

En este sentido, las proclamas electorales de los partidos políticos carecen, en gran medida, de valor real alguno, salvo la de introducir en el Gobierno, en el mejor de los casos, paliativos ad hoc y sin posibilidad de modificar la estructura de relaciones de poder político y, sobre todo, económico. Siguiendo con esta línea de razonamiento, si las ofertas políticas de los partidos sólo son posibles en la medida que se encuadren dentro del sistema de políticas gestados en otros ámbitos como los reseñados, deberíamos preguntarnos hasta qué punto las elecciones generales son decisivas. Puede que lo sean sólo para implementar decisiones tomadas en otros organismos, estos sí no sometidos a elección democrática ni a fiscalización ciudadana. Son las instituciones conocidas de modo eufemístico como "no mayoritarias". Así pues, dado el debilitamiento de la soberanía nacional por transferencias (lo cual también sirve de excusa al Ejecutivo de turno para no tomar medidas de carácter social o de redistribución de la riqueza), cabe preguntarse si el ruido mediático de las discusiones y polémicas políticas en clave nacional no serán inversamente proporcionales a su importancia real, y precisamente por eso.

Es llamativo observar en cierta parte de la literatura académica un esfuerzo por justificar todas esas medidas tomadas por dichas instituciones no mayoritarias, cuya legitimidad radica no en el procedimiento democrático de su composición ni en su rendición de cuentas, sino en su eficiencia. La pregunta que sale al paso sobre la marcha es cómo se define dicho concepto y, no menos importante, quién se encarga de realizar dicha definición y de valorarla. Las políticas tecnocráticas, cuya aura científica (y, por tanto, neutral) todavía ejerce cierta fascinación sobre políticos profesionales y ciudadanos comunes, resultan, si uno se toma la molestia de recorrer su génesis, desarrollo y cumplimiento, marcadamente ideológicas, aunque sus portavoces se tomen muchas molestias en proclamar no sólo lo contrario sino, quizás de modo no paradójico, en asegurar que son "las únicas posibles".

En la jerga periodística sobre la Unión Europea, se suele tildar que su funcionamiento sufre de "déficit democrático". Caigamos en la cuenta, no obstante, que para muchos teóricos, funcionarios de la Unión y políticos, la clave está en que la UE no "sufre", sino que goza de dicho déficit, lo que es vital para su funcionamiento. Avisados estamos de que los motivos que se aducen para ello como la complejidad de las decisiones, la urgencia de tomarlas, la preservación de los intereses de la UE respecto de las veleidades electorales de los políticos y, sobre todo, de la presión o tiranía de las mayorías, que ya se habían instalado en las Constituciones europeas, servirán para la progresiva famelización de lo que queda del principio democrático en estas.

Sírvanos la oleada de lamentaciones y jeremiadas en boca de los políticos más conspicuos y de los medios de comunicación más importantes (respecto de su supuesta influencia en la opinión pública) tras el resultado de diversos referéndums en Europa (Brexit, por un lado, Italia, por otro) y en Colombia (acuerdo Estado-guerrilla) para constatar cómo arrecia el desprecio por la opinión de los ciudadanos cuando ésta no se transmuta en el resultado correcto. Dicha deslegitimación de la voluntad popular, vinculada a una presunta irracionalidad colectiva, a la inevitable ignorancia de asuntos complejos o al simple desinterés por la política (la denominada objeción de la ignorancia pública) sólo puede desembocar (por si el actual sistema representativo mayoritario no es suficiente en un futuro próximo por la agudización de la desigualdad ciudadana y la anomia social) en una versión aún más reducida de la participación política ciudadana, en la justificación tecnocrática de cuantas medidas económicas perjudiciales para la mayoría de la ciudadanía se quieran imponer y en el reforzamiento de la legislación punitiva y carcelaria que recaerá sobre los excluidos y desafectos.

Sombrío panorama.


domingo, 20 de noviembre de 2016

La esfera pública sucedánea

Para aquellos que, de repente, nos damos cuenta de que nos encontramos en la madurez vital, resulta sorprendente, a la vez que catalizador de una gran melancolía, constatar cuán equivocados estábamos sobre tantas cosas. En ocasiones, tenemos la impresión de que hemos llegado demasiado tarde a demasiadas cosas, y en otras, en las que quizás fuimos pioneros, la frustración de lo prematuro las ha arrojado a los márgenes de nuestra memoria.

Permítanme una precisión: este no es un blog filosófico, muchos menos histórico: más bien tiene algo de agitador de conciencias (comenzando por la mía) y un poco de no dejar pasar de largo. Es un blog, en realidad, para acusarme, para acusarnos, por nuestra inacción como ciudadanos, de nuestra parálisis como comunidad, de nuestra falta de entusiasmo por la justicia y de nuestra ignorancia democrática.

Sírvanos lo anterior para hacer un ejercicio, que me gustaría colectivo, de penitencia social: salvo excepciones, como quizá pudo ser (en algunos sitios más que otros) la protesta ciudadana contra las catas petrolíferas hace no demasiado tiempo, o el Salvar Veneguera (que parece en retrospectiva la edad dorada del movimiento ecologista en nuestra Comunidad) la sociedad civil en los diferentes microesferas sociales isleñas se ha caracterizado por su apatía, por su conformismo y por su atomismo (que diría Charles Taylor). 

Hablemos de Las Palmas de Gran Canaria (en adelante LPGC), la ciudad con el nombre más largo e incómodo que conozco. En un pasado reciente, se han perpetrado en ella decisiones políticas de largo alcance, de dudosa gestión y de resultados comprometedores para la ciudadanía sin que nos hayamos inmutado. Es posible que esta ciudadanía, en nuestra isla, en nuestra ciudad o pueblo, sólo se sienta impelida a salir a la calle cuando ha visto antes por la televisión una manifestación similar en Madrid o Barcelona. Así somos, orgullosos de lo de fuera. Por otro lado, y aquí reconozco mi posible ceguera, es posible que en ocasiones haya surgido el disenso e incluso protestas públicas, pero, por lo que se refiere a los medios de información locales, da la impresión de que existe un consenso de fondo, tácito, asumido, por el que los grandes proyectos aprobados por el gobierno conjunto de políticos y empresarios cuentan con toda la aprobación necesaria: la de los representantes públicos y la de los creadores de riqueza. Se ve que el concepto de democracia como el de la participación de los ciudadanos en las decisiones públicas es un concepto decimonónico y extranjero. No forma parte de aquello que se suele incluir como "lo nuestro". Veamos:

a) Se privatiza la empresa municipal de agua en LPGC en 1993 bajo mandato municipal socialista. Un monopolio natural que no se ajusta a las leyes del mercado en lo que se refiere a la competencia: parece lógico que no pueda haber varias empresas suministradoras de agua corriente. Se privatiza en un marco político e ideológico proclive a la entrega al mercado de esferas y sectores de los que se ocupaba hasta entonces el Estado por buenas razones. Razones que siguen siendo las mismas: una empresa pública gestiona un bien público para satisfacer una necesidad ciudadana. En cambio, una empresa gestiona un bien público para obtener beneficios. A veces, demasiadas, dichos beneficios priman sobre la satisfacción de la necesidad ciudadana, y ejemplos hay para todo el que quiera molestarse en informarse. Pero ya se sabe, la ideología dictaba que la empresa privada gestiona mejor que la pública porque persigue beneficios. Parece contraintuitivo, y lo es, pero ha pasado a formar parte del sentido común. Suele denominarse zombi a una idea que ya ha sido refutada, pero que sigue siendo dominante. Nuestra esfera pública vive todo un apocalipsis zombi.

b) Se construye un Auditorio en LPGC (a cargo del Gobierno de Canarias y otras entidades públicas) que viene a costar unos 5.000 millones de pesetas. En la capital tinerfeña, se construye otro que cuesta finalmente 12.000 millones (¡Calatrava, un beso!). Era el precio de la Cultura. El precio que las élites de ambas islas estaban dispuestas a pagar por sus gustos con el dinero de todos, incluidos de aquellos a los que ese concepto de Cultura no les decía nada o que habrían preferido subordinarlo a otras prioridades. Eran los buenos tiempos, claro, y no había pobres ni gran desigualdad, según cuentan las crónicas palaciegas. Además, se construyeron auditorios, palacios de congresos, museos, galerías, etc., todo a cuenta del erario. Hasta Teror construyó su auditorio, que se creen. Tenemos, no lo olvidemos nunca, un Festival de Música que nos pone en el mapa planetario del buen gusto musical (menos en la próxima edición, según el bando de los nostálgicos). Traemos a orquestas e intérpretes de talla mundial. Lo que haga falta. Ya se sabe que cuando la ciudadanía demanda Cultura, no para hasta que lo consigue. Era la famosa burbuja cultural: toda España se enladrilló de lo que algunos llaman contenedores culturales, todos los gobiernos autonómicos, todos los ayuntamientos se sumaron a la orgía del caché desmesurado. El resultado está a la vista:  no hay nadie que no se haya vuelto más culto, incluso parados, desahuciados, jubilados, inmigrantes y siervos de la gleba. Es la transversalidad de la Cultura.

c) Una biblioteca del Estado que se construye en un espacio cedido por el Ayuntamiento de LPGC, en 2002. Por lo visto, se requería la elaboración de un plan especial que no se hizo (maldita burocracia). Los tribunales sentencian que se derruya. El Ayuntamiento se resiste legalmente una y otra vez y al final logra que permanezca incólume: el Ayuntamiento como héroe; la ciudadanía como damisela rescatada en el último momento. Unos edificios de altura desvergonzada situadas en el solar del antiguo canódromo en el que al parecer tampoco podían construirse. Parcelas que se permutan, dinero público que se va y nunca vuelve: total, el dinero de todos no es el dinero de nadie. El cielo es el límite.

d) En la misma línea de merecemos lo mejor porque lo valemos se buscó dinero hasta debajo de las piedras para acometer la ansiada reforma del Teatro Pérez Galdós en LPGC (2004-2007). Gobierno de Canarias, Cabildo, Ayuntamiento... Hasta el ministerio del ramo (Cultura) puso pasta. El coste total, unos 30 millones de nada. Además, esa primera temporada costó 8 millones, ya que escatimar era de lo más inapropiado. Era la época en la que España aspiraba a la Champions League de las economías y nuestra ciudad a figurar en todo mapa que se blandiera, por absurdo que fuera. No como ahora, claro. De esto hace ya tres alcaldes y una alcaldesa, que nunca entendió cómo no fue reelegida. Si sólo hay que tener memoria. Memoria cultural, se sobreentiende. Para reinaugurar el teatro, se programó nada más y nada menos que la Tetralogía del Anillo, que para los entendidos de la ópera es un asunto muy serio y, para algunos menos refinados sólo nos recuerda a Gollum. Tiempo más tarde, a un periodista-directivo se le ocurrió endosar a las cuentas públicas su capricho artístico. Resultado, una ópera justificadora de la conquista castellana de las islas que costó varios millones de euros. Asistió al estreno el presidente del Gobierno de Canarias, de supuesta ideología nacionalista. No consta que saliera exultante del teatro y se la recomendara a sus amigos.

e) Entramos en el periodo de crisis  (2010) y nuestro amadísimo y culto alcalde de LPGC decreta que la ciudad necesita una seña de identidad, un icono. Él, claro, conoce la solución: una escultura a la entrada de la ciudad desde el sur. Exordio, el Tritón costará al Ayuntamiento, es decir, a todos sus vecinos, unos 300.000 euros. Al parecer, había crisis, pero no pobreza. O había pobreza, pero no importaba. En una conversación por facebook, el artista-escultor justificaba el gasto porque eso daba de comer a muchas familias (operarios y tal, además de a él mismo) y por ende la ciudad contaría a partir de entonces con una seña de identidad. Al parecer, el asunto icono-seña de identidad era un asunto que, otra cosa no, pero que tenía la virtud de enardecer a las masas. Al dichoso icono hubo que ponerle una peana más grande después de la inauguración porque los turistas que venían en guagua no lo veían. El tritón no daba la talla, podría decirse. Hoy en día la zona parece que se ha convertido en un picadero. No, caballos no hay.

f) Ya atravesada la crisis financiera por la que había que salvar cajas y bancos porque si no se colapsaba la Economía, transformada a posteriori en crisis de deuda de hemos vivido todos por encima de nuestras posibilidades, el Cabildo de Gran Canaria decidió gastar a lo grande, no en Cultura esta vez, sino en Deportes (2014). Y nada mejor que un pabellón casi en exclusiva para el club profesional de baloncesto sufragado también por el Cabildo, o lo que es lo mismo, por la ciudadanía grancanaria. ¿Gasto? Casi 70 millones de euros. Añadamos que el Cabildo también se encarga de los gastos del estadio de fútbol ocupado en exclusiva por un club de fútbol profesional. Dicen que el club paga el alquiler. Una ciudadanía mínimamente preocupada por sus semejantes más desgraciados habría hecho salir de la isla en helicóptero al presidente de entonces. Una ciudadanía como la nuestra se felicitó por la suerte de tener un pabellón (y un marcador NBA de cerca de 1 millón) que nos pondría en el mapa mundial del tiro a canasta y falta personal. Y hacia el infinito y más allá.

g) Un castillo propiedad del Ayuntamiento de LPGC que se cede a una Fundación de un artista todavía vivo para que exponga sus obras, con la oposición de los vecinos del barrio (La Isleta), que preferían un local social (2014). Hay que señalar que las obras irradiadoras de Cultura, Arte y demás palabras con mayúscula las cede el artista, pero el Ayuntamiento se compromete a gastar 100.000 euros al año en ir adquiriéndolas. No vaya a ser que nos acostumbrásemos a ver de gorrilla la obra del gran artista todavía vivo. Aparte, el Ayuntamiento cubre los gastos de la Fundación para su personal, conferencias y cosillas de la cultura que promueva, y también el mantenimiento del edificio. Este artista, todavía vivo, y también llamado "de las rotondas" por razones obvias, suele quejarse del escaso reconocimiento que suscita en sus paisanos. En mi opinión, una ciudadanía que reconociera el valor de lo público lo habría hecho salir también en helicóptero. O mejor, en submarino.

h) Un empresario septentrional afincado en nuestras islas y generador de mucha riqueza, creador de puestos de trabajo y dinamizador en general de la economía pide suelo en el Puerto de Las Palmas para construir un Acuario. La Autoridad Portuaria se lo cede, y el Ayuntamiento de LPGC se compromete a hacer cuantas obras sean necesarias para permitir el fácil acceso de la ciudadanía convulsionada por esa oportunidad y de las miríadas de turistas que acudirán en masa en cruceros de lujo o de semilujo, que lo mismo da. Al cabo del tiempo, pide también que se le permita construir un hotel junto al acuario, pero que dicha iniciativa (la de construir el hotel) "debe provenir del Ayuntamiento". Uno se pregunta si ese empresario debería tener más reconocimiento que el artista ya mencionado, pues esa "locomotora de la economía local" como predijo, en un rapto de regocijo el anterior alcalde, casi no le va a costar un euro. 

Algunos se han atrevido a denominar a operaciones como las anteriores (lista no exhaustiva, ni mucho menos) como "gasto público, beneficio empresarial". En los medios de información locales, lo más habitual ha sido el elogio desmesurado, el ditirambo de tintes casi esperpénticos de cualquier iniciativa empresarial que invariablemente debía ir acompañada de subvención pública, de exención de impuestos o de eliminación de la burocracia. A pesar de que en dichos medios impera la ley del consenso, no deja de aparecer de vez en cuando algún artículo de opinión de algún periodista de raza cargando contra los noístas, "los del no a todo", quienes, a su parecer, se oponen al progreso, a la riqueza y a las locomotoras. Saña desproporcionada, sin duda, dada la nula oposición ciudadana a tanto derroche, lujo, pretenciosidad y beneficios empresariales. Viva la lluvia fina.

En todo caso, a una ciudadanía desmovilizada se le añade una esfera pública de bajo nivel, por no decir, sucedánea. Algunas iniciativas digitales intentan, más tímidamente que en la Península, sacudirse el peso de la presión política y empresarial. Sin embargo, en mi opinión, a veces el nivel informativo, loable, sin duda, que alcanza en ciertos momentos, no se corresponde con algo parecido en el espacio de la opinión. Espacio que, a tenor de lo que se publica de forma periódica en los medios tradicionales, no debería tener mayor dificultad en tener mayor protagonismo e influencia con un mínimo esfuerzo en la argumentación y en las lecturas previas. En todo caso, y dada esa situación de mínimo histórico que padecemos, necesitamos mejorar tanto en la implicación individual y colectiva en los asuntos públicos como en elevar el nivel del debate en la esfera pública. En eso estamos.





miércoles, 14 de septiembre de 2016

La religión es un asunto pasado de moda

En este artículo, tocaré un asunto francamente antipático e, incluso, pasado de moda, que rara vez causa simpatía, y muchas más, incomodidad o silencio. Se trata de la relación, a mi parecer, promiscua, entre la religión católica y la política oficial. Contra lo que pudiera pensarse en el marco de sociedades aparentemente secularizadas, dicha relación no parece sufrir síntomas de debilidad alguna.

Resulta llamativo, aunque dudo que sea producto de la casualidad, el reforzamiento del catolicismo como religión institucional de Canarias. Atrás han quedado aquellos debates que de forma esporádica aparecían transubstanciados en artículos en algunos medios de comunicación o en tertulias radiofónicas criticando la participación de las autoridades en eventos religiosos. Es como si se hubiera instaurado un consenso de fondo sobre la necesidad de silenciar o de no problematizar la interrelación político-religiosa en los últimos tiempos.

Es cierto, por otro lado, que jurídicamente ya no se discute la separación entre Iglesia y Estado, bandera liberal desde hace siglos. Sin embargo, el comunitarismo rampante de algunos de nuestros dirigentes políticos más conspicuos se distingue por emplear la religión y sus manifestaciones más populares, ya sean procesiones, romerías o festejos varios de santos o vírgenes, como herramientas, en sus propias palabras, de "cohesión social". Estos mismos políticos no dudan en justificar, asimismo, las subvenciones a equipos deportivos profesionales o a festivales musicales por el mismo motivo. Por sus palabras, pareciera que desde hace tiempo hemos entrado en una caída en barrena hacia la anomia, cuando no la desintegración, social, por lo que hace falta presidir, cuando no organizar, este tipo de eventos para volver a reunir a la ciudadanía desnortada. Sin embargo, mientras el deporte puede ser calificado de actividad transversal sociológicamente hablando, las religiones son excluyentes por su propia naturaleza. Si se profesa la religión católica, no se es fiel de la musulmana, ni de judía o hindú, ni de cualquier otra. Salvo casos especiales de sincretismo de circunstancias o de fusión new age, las religiones exigen fidelidad a sus ritos y valores. 

La religión debería haberse quedado en la esfera privada, algo que en Occidente, tras el agotamiento de las guerras de religión en los siglos XVI y XVII, ha conseguido, no sin retrocesos. Sin embargo, la peculiar historia de nuestro país, desenganchado de la Reforma, desenganchado de la Revolución Industrial y desenganchado de la Ilustración y de la Modernidad, hizo que hasta hace unas décadas, el catolicismo fuera la religión oficial, por lo que su presencia, todavía hoy, es bien notoria. Festejos, callejeros, himnos, canciones populares, medallas institucionales, etc. demuestran que a pesar del creciente descreimiento o falta de la práctica religiosa católica, la cultura de nuestro país, y la canaria, en particular, está profundamente imbricada con el catolicismo. Es una obviedad que, a pesar de todo, hay que recordar.

Todo lo anterior viene a colación porque con motivo de la fiesta de la Patrona de Gran Canaria, la Virgen del Pino (sí, cuánta mayúscula), asistieron a la misa en su honor el Presidente del Gobierno de Canarias, el Presidente del Cabildo de Gran Canaria, el Alcalde del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, el Alcalde de Teror, amén de otras autoridades civiles y militares (!). Lo que quiero resaltar es que estas personalidades no acudieron al acto religioso como personas que valoran sus creencias privadas, sino en calidad de representantes públicos. Todos estaremos de acuerdo en que, a pesar de su adscripción partidista y de sus creencias personales, dichos cargos políticos gobiernan y representan a toda la ciudadanía, luego habríamos de preguntarnos la razón de que acudan a eventos de una confesión religiosa, eso sí, compartida por gran parte de la ciudadanía, y por qué no a las de otras, como la fiesta del cordero musulmana, el Pésaj judío o el Holi hindú. Podríamos preguntarnos, apurando el argumento, por qué deberían ir a ninguna en absoluto, mostrando así su equidistancia con respecto a todas y expresando institucionalmente la separación entre el Estado y las confesiones religiosas. Es, como decíamos antes, una noción básica del pensamiento liberal incorporado a las constituciones democráticas modernas: la neutralidad estatal. Con este proceder, ningún ciudadano canario de otra confesión o ateo podría reprochar a las instituciones públicas o a sus representantes apología confesional de ningún tipo. 

Sin embargo, amparados en las tradiciones mayoritarias, con el beneplácito, incluso apoyo expreso, de los medios de comunicación y con un ojo puesto (eso, siempre) en alinearse con los gustos de su potencial electorado, los altos cargos políticos se entregan con entusiasmo a la visibilidad que proporcionan los asientos reservados en la misa de turno o los primeros puestos en la procesión de la Virgen o del santo en cuestión. Cuestión ésta de los asientos reservados o el orden en la comitiva que, por otro lado, no deja tampoco de traslucir una preocupación casi insana por la explicitación de la jerarquía y por la delimitación física y simbólica del espacio de los gobernantes frente a los gobernados y que se extiende a los espacios deportivos y culturales, como los famosos palcos y asientos VIP.

Todo esto no es nuevo, no obstante. Lo llamativo, como señalé al principio, es la ausencia de debate alguno al respecto. No es sorprendente en los medios de comunicación tradicionales, satisfechos de tener muchedumbres que fotografiar y anécdotas costumbristas que  relatar (aunque se repita año tras año ad nauseam) a un público lector contento por verse, por una vez, protagonista, reflejado en ese peregrinaje por carreteras serpenteantes, pero hasta donde alcanza mi conocimiento, no se ha problematizado tampoco en medios alternativos ni en las redes sociales. Debe de ser porque, al fin y al cabo, nuestra población sea más homogénea de lo que pensamos algunos o porque, en contra de los temores de nuestro presidente del Cabildo, estamos muy, quizá demasiado, cohesionados.


viernes, 9 de septiembre de 2016

Lo nuevo y lo viejo

Dicen los entendidos que para lograr que un blog alcance cierta penetración social, medido según el número de lectores, tiene que renovarse periódicamente. Es decir, que haya un nuevo artículo (no tiene por qué ser extenso) cada dos o tres días. Si un periódico digital parece viejo en cuestión de horas si no renueva sus contenidos, imagínense un blog. Además, piensen en un blog que no sea de moda ni de crítica de series de televisión. Que sea, incluso, de política, como este, y que, a más inri, no venga con encuestas ni esté vinculado a ningún medio de comunicación. Además, la estructura de Internet favorece a los ya instalados en el conocimiento del público: unos cuantos blogs cuentan con más visitas que el resto de cientos o miles juntos. Cuanto más famoso eres, más arriba estás en la lista de resultados de los buscadores. Y cuanto más arriba estás, más sencillo resultará que te visiten. Un círculo vicioso o virtuoso, según se mire, pero que desmitifica la pretendida pluralidad de Internet, al menos desde el lado de la demanda.

Pero no nos regodeemos en la tristeza: explicada una de las razones por las cuales este blog nunca tendrá un alcance masivo, al menos tendrán Vds. la satisfacción de pertenecer a una minoría. Algo es algo. Hasta podrían conocerse por facebook, intercambiar correos e ir al cine juntos: la lectura de estas líneas les habrá unido como otro ejemplo de la astucia de la razón. 

En cualquier caso, ya sea en papel o en digital, uno de los problemas de muchos columnistas de a diario consiste en que, a ese ritmo, resulta imposible reflexionar con cierta finura sobre asuntos de enjundia, salvo alguna mente privilegiada, que de todo hay, y sobre todo en nuestro país. Así, tras unas cuantas semanas en las que ha derramado todo su saber acumulado durante años, el opinador, en lo que da muestras de haberse convertido en una obligación penosa, suele acabar recurriendo a: 1º) un amigo/conocido/lector que le hizo una observación particularmente interesante; 2º) reflexiones sobre la vida/existencia/esencia del ser humano, que vienen a ser lo mismo; y 3º) la película que vio ayer o el restaurante en el que disfrutó con sus "excelencias culinarias". En nuestro ámbito local, en los periódicos de ambas provincias nos encontramos con varios ejemplos paradigmáticos, incluidos algún director. Tocados por la genialidad, tienen la suerte de transformar todo lo que piensan, por irrelevante que en principio pudiera parecer, en material columnístico de primer orden. De esta transformación no se escapan tampoco los nuevos medios digitales, que reúnen en muchos casos excelentes virtudes investigadoras y pésimos columnistas. Para ser justos, hay que señalar que, por el contrario, otros cuentan con estupendos colaboradores de opinión, pero carecen de estructura periodística para abordar labores de investigación. La vida es así de complicada. El tránsito de lo viejo a lo nuevo no está exento de servidumbres.

Y ya que hablamos de lo nuevo y de lo viejo, desde el principio me ha resultado fascinante esa operación política por la que, por un lado, desde la cúpula del partido emergente se proclama que es la ciudadanía la que libre y responsablemente elige a sus representantes mediante primarias y, por otro, el líder no duda en mostrar su apoyo a unos y el rechazo a otros, dejando la la neutralidad para los días de fiesta. Así, dicho partido, en una síntesis de significantes vacíos e irradiaciones múltiples, hace lo contrario de lo que proclama: del teórico respeto y fomento de la pluralidad y del empoderamiento de la ciudadanía se pasa a la práctica de la marginación del disidente y del dirigismo de la cúpula del partido. Dirigismo, por cierto, que no sólo se practica respecto de los militantes y simpatizantes, sino también de las cúpulas regionales, que, como la de Canarias en particular, con un tono casi libertario, eso sí, se limitan a repetir palabra por palabra el argumentario gestado en Madrid. Ya se sabe que en provincias no hay intelectuales dignos de ese nombre ni dirigentes políticos con discurso propio. Seguir al líder siempre ha sido, en todos los partidos, garantía de supervivencia.

Gracias a este partido emergente en particular, es posible que los sueños de renovación política por gran parte de la ciudadanía queden sepultadas, ceteris paribus, hasta la próxima generación. Con razón se me podría acusar de emplear mucho espacio en criticar a este partido, pero me pregunto si respecto de los partidos que se han alternado en el poder en España y de sus líderes en las comunidades hay algo relevante que decir.













sábado, 6 de agosto de 2016

Nostálgicos e inclusivos

(Este artículo fue escrito conjuntamente con Javier Moreno Barreto y se publicó en el periódico Canarias7 el pasado miércoles 3 de agosto.)




La esfera pública canaria se ha visto levemente agitada por la última polémica relacionada con el Festival de Música. El debate ha surgido por la intención del actual director de hacer una programación no sólo más austera sino también más enfocada a la ejecución musical local. En otras palabras, en línea con los recortes presupuestarios, la programación hace de la necesidad, virtud, y pasa a proclamar la excelencia de lo nuestro frente al glamour de lo de fuera.

Como en toda disputa, hay al menos dos bandos. En este caso, al bando de los que protestan por esta programación y añoran los tiempos de abundancia  en los que se invitaba a orquestas y solistas de prestigio mundial, lo llamaremos el de los nostálgicos. Al otro, que apoya al actual director y su política de programación en la que predomina la participación de bandas, orquestas y solistas de la tierra, lo denominaremos el de los inclusivos.

Cada bando tiene sus razones: para los nostálgicos, cuyo argumentario ha sido hegemónico desde la creación del Festival, ambas capitales, y Canarias, por extensión, merecen la presencia de lo más lustroso y granado del panorama sinfónico internacional. Además, el coste de la programación, por muy desorbitado que pareciera a los menos melómanos o a los no interesados por la música en absoluto, valía la pena porque, por citar algunas razones, pondría al Festival en el circuito internacional de la música clásica, situaría a las capitales en el mapa mundial y aficionados de todo el mundo acudirían al Festival, con la consiguiente repercusión en hoteles, restaurantes, taxis y lo que a uno se le ocurriera. Por no hablar de que la Cultura con mayúsculas, desde los respectivos auditorios, saldría a nuestro encuentro y nos haría mejores y más cohesionados. Hablar de dinero, dado el beneficio de los intangibles, era injustificado, impertinente e, incluso, de mal gusto. Tan de mal gusto que casi nunca se revelaban de manera oficial los honorarios de los artistas, al parecer protegidos por cláusulas de confidencialidad.

Para los inclusivos, sin embargo, la fuerza de un festival de música no radica en un repertorio dirigido por grandes estrellas o prestigiosas orquestas, sino en convertirse en centro receptor y núcleo irradiador de los compositores y artistas locales, lo que, además, conviene dado el menguado presupuesto que desde el Gobierno de Canarias y cabildos se destina desde el comienzo de la crisis a esta actividad cultural. Si el afán de los nostálgicos era disfrutar de la excelencia, y su inclusión en ella aunque fuera físicamente, al coste que fuera, el de los inclusivos es el de la conversión a la cultura musical de la ciudadanía. ¿Por qué? Pues porque, como todo el mundo sabe, la música, como la Cultura en general, es muy buena. El para qué ya importa menos.

Podremos simpatizar con unos más que con otros, buscar razones intermedias e introducir matices a los argumentos que de manera breve hemos mostrado. Sin embargo, hay algo en lo que deberíamos reparar: por muy enfrentadas que parezcan las posturas, ninguna pone en tela de juicio el marco del discurso. Es decir, ambas asumen que la Administración debe sufragar un festival de música. Este cuestionamiento tan elemental simplemente se deja de lado. Para los miembros de ambos grupos, es evidente por sí mismo que el Estado, encarnado en una institución u otra, debe encargarse de satisfacer las aficiones de un tipo u otro de la población. Aunque, en su opinión, algunas como la música son, evidentemente, mejores que otras.

No obstante, deberíamos preguntarnos por qué tiene el Gobierno de Canarias que encargarse de mis apetencias musicales; por qué el Cabildo ha de subvencionar a equipos deportivos profesionales o por qué el ayuntamiento de turno siente cierta motivación por que mueva el esqueleto al son de ritmos étnicos. En una comunidad en la que todo el mundo tuviera un mínimo de recursos indispensables para llevar a cabo un proyecto de vida más o menos libre e independiente y en la que no hubiera grandes desigualdades, podríamos estar de acuerdo en que el sobrante del erario, una vez optimizada la sanidad, la educación, la vivienda, el alcantarillado, las carreteras, el equipamiento urbano y rural, etc., podría destinarse a actividades lúdicas y recreativas. Y sin embargo, incluso en tal idílico entorno, uno debería preguntarse por qué debería ser el Estado quien las sufragara y programara.
Resulta, en cambio, que todos los parámetros económicos y sociales sitúan a Canarias a la cola del bienestar en España, que a su vez está en la cola de Europa. Tenemos de todo: abandono escolar, paro, precariedad, desigualdad, criminalidad, violencia de género, etc. Quizá sea, como algunos señalan, demagogia, y de la fácil. No obstante, la miseria está ahí para quien quiera verla y tenga conciencia, en especial, pero no en exclusiva, desde las instancias políticas de decisión. En el fondo de esta polémica subyace, sin duda, aunque ni los nostálgicos ni los inclusivos lo quieran plantear, un dilema moral y político de primera magnitud que nada tiene que ver, ni remotamente, con la frivolidad de tener que elegir entre Richard Wagner y Juan Hidalgo.

viernes, 8 de julio de 2016

La Cultura, entre el veto y la miseria

Pasadas las elecciones del 26 de junio, en las que parece haberse demostrado que la denominada "mayoría social" no le pertenece a nadie y que ser politólogo no es garantía de clarividencia política, nos encontramos de nuevo con la España cotidiana. Una España que hace cola en los comedores de Cáritas mientras otra España la hace ante las taquillas de los recintos públicos destinados a actividades culturales; una España sumergida en la precariedad y otra ocupada en acumular experiencias para su autorrealización. Una España pobre y otra que aspira a no serlo ni en medios de subsistencia ni en el gusto. Hay otra España, la rica, pero esa sólo asoma, cobrando, en las revistas como el ¡Hola!

Vamos a centrarnos, de un modo no del todo caprichoso, en esa España ávida de espectáculos, conciertos y representaciones. En nuestro país, la inmensa mayoría de los recintos destinados a éstos son de titularidad pública: ayuntamientos, sobre todo. Con el supuesto motivo, explícito, de hacer llegar la Cultura (como quiera que se entienda) a todas las personas, independientemente de su condición social, las administraciones públicas contratan a diferentes artistas, compañías y productoras para satisfacer la demanda de ocio y cultura de la población. Nadie, a estas alturas, duda de que tras este motivo, yace, también o sobre todo, el deseo de explotar electoralmente la esperada satisfacción de una ciudadanía que se ha acostumbrado a delegar en los poderes públicos la gestión y disfrute de su tiempo libre. Aunque, aparentemente, han pasado ya los años de cachés desorbitados y comisiones millonarias, dichas administraciones siguen siendo las principales instancias suministradoras de ingresos para la industria cultural. No es extraño, por tanto, que esa dependencia haya dividido a muchos artistas en grupos de "afines al PP", "simpatizantes del PSOE" y, últimamente, "militantes de Podemos". El resto, por lo general, procura no manifestarse políticamente, dada la tradicional costumbre patria de elaborar listas negras, esas que, no existiendo, existen. 

Hace algún tiempo, el cantautor Albert Pla sacudió la pudibunda esfera pública con unas declaraciones en las que afirmaba sentir asco por ser español. El consistorio de Gijón, titular del recinto donde iba a actuar el artista, y por aquel entonces gobernado en su concejalía de Cultura por el PP, rescindió el contrato por, según ellos, "insultar a los gijoneses". Sin embargo, el argumento clave del ayuntamiento, para lo que nos interesa, es el siguiente: "no es de recibo" que un teatro municipal que pagan "todos los ciudadanos dé cabida a la actuación de quien demuestra una absoluta falta de respeto hacia los gijoneses y españoles". Es decir, la institución pública ejercía discrecionalmente su derecho a rescindir un contrato basándose en la supuesta falta de respeto que el artista había infligido a la ciudadanía, erigiéndose así por cuenta propia en portavoz de ésta. Años antes, por citar otro ejemplo de los que debe de haber a miles, en 2003, Juan Luis Galiardo acusó a la entonces concejala de Cultura del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria de haberlo vetado porque se había manifestado contra la entrada de España en la guerra de Irak, junto con otros artistas, en el Congreso. Al parecer, la concejala (posteriormente, alcaldesa) le había expresado su intención de "no invitar a quien viene a molestar".

Aquí, de inmediato sale a relucir el problema de la legitimidad de las decisiones: que la ideología del grupo político que en ese momento tenga la alcaldía del ayuntamiento o la presidencia de la Comunidad de turno promueva el veto o la contratación de un artista u otro, sin que intervengan, más que de refilón, criterios artísticos. La última noticia sobre veto a artistas es la cancelación en Gijón (sí, otra vez) en el Teatro Jovellanos (de titularidad municipal) del concierto del mítico cantante Francisco. El motivo son los insultos en Facebook (por los que posteriormente pediría perdón) que el cantante dedicó a una política valenciana, Mónica Oltra, vicepresidenta de la Generalitat.  El ayuntamiento gijonés, en manos del Foro Asturias, sostiene, al parecer en serio, que las declaraciones del cantante podrían "activar desórdenes públicos y enfrentamientos que podrían poner en riesgo la normal celebración de su concierto, la propia seguridad del artista y también la de los espectadores que acudieran al recinto".

El problema, avanzamos, puede provenir de algo más profundo, es decir, de por qué una institución pública debe no sólo sufragar, sino también programar actividades culturales y artísticas dirigidas al ocio (e instrucción) ciudadano. Encontramos aquí, en principio, el dilema entre elegir el Estado o el mercado. Si dejamos que las preferencias de los ciudadanos y la oferta de los productores culturales decidan qué espectáculos y actividades culturales se ofrezcan en función de su proyectada rentabilidad, con la consiguiente limitación del tipo, cantidad y calidad de los espectáculos y del acceso a ellos por según qué sectores de la población o, si dejamos que el Estado, con su marcado sesgo paternalista, por un lado, y por intromisión en los contenidos, por otro, decida qué ofrece a la ciudadanía, muchas veces sin reparar en gastos. Dado que el Estado, desde la llegada del PSOE al Gobierno en 1982 hasta hoy, ha optado por el planeamiento cultural y la intervención directa en instalaciones, asignación de recursos y programaciones, nos encontramos con una situación en que la legitimidad de las decisiones públicas de contratación, así como las de cancelación, se da por supuesta. Sin embargo, si bien es cierto que los políticos elegidos representan a los ciudadanos en las instituciones, no lo es que cada una de sus decisiones cuenten con dicha legitimidad. Porque, ¿desde qué presupuestos morales puede ser legítima la decisión de cancelar una actuación o rescindir un contrato por motivos ideológicos o por haberse expresado una opinión (por insultante que sea) en la esfera pública? ¿Y quién decide qué o a quién se contrata, con qué criterios? El sesgo autoritario puede prevenir desde partidos políticamente tradicionalmente asociados a la derecha como a la izquierda. La intolerancia no es patrimonio exclusivo de los grupos políticos denominados conservadores. Una institución pública, pues, no puede esgrimir razones privadas para contratar sino en función de su interés público. Asimismo, para cancelar debería ocurrir otro tanto de lo mismo. Sin embargo, ¿hasta qué punto puede reclamarse como portavoz del público o de la ciudadanía para contratar o anular una actuación o vetar a un artista sin preguntarle a aquella?

Así las cosas, sería importante hacer una reflexión que busque romper el falso dilema entre Estado o mercado para la creación y recepción artístico-cultural. La sociedad hace cultura en sus interacciones diarias. La cultura no es producto, simplemente, de especialistas a tiempo completo. Si bien la producción artística está inmersa en un escenario económico capitalista y de mercado, nada obliga a que el artista le ponga un precio a su obra ni que tenga que vivir de ella. Es una opción vital tan legítima someterse a la oferta y a la demanda como no hacerlo. El problema es que, queriendo vivir de su obra, no encuentre un público dispuesto a pagar por ella o en la medida que el autor considera adecuada. Es entonces, cuando surgen las voces reclamando que el Estado apoye al artista, es decir, a la Cultura, o viceversa. Amparados en criterios morales (la cultura nos hace mejores), metafísicos (la Cultura nos eleva sobre la vil corporeidad) o economicistas (la industria cultural representa el X % del PIB), artistas, intermediarios y productores reclaman un trato especial por las instituciones públicas, dado que el mercado no los recompensa lo suficiente. Sin embargo, como vemos, el Estado, en su circunstancia de cooptación de hecho por los partidos políticos, no es una instancia que sea capaz de no inmiscuirse en contenidos ni de contenerse en juicios políticos. 

Es necesario, dada también la incapacidad del mercado de proveer bienes que no sean mensurables en precios, pero valorados por la sociedad, encontrar medios e idear formas para la expresión cultural sin que suponga una merma para el erario. En caso contrario, seguiremos asistiendo al gasto de dinero público en Cultura mientras, en paralelo, los ciudadanos empobrecidos hacen colas cada vez más largas a la puerta de instituciones privadas para su asistencia en recursos de primera necesidad; otros pierden su empleo y se quedan sin su casa, algunos se quitan la vida, desesperados por la miseria y la humillación. Seguiremos, asimismo, aunque sea un problema de menor importancia, viendo cómo se promociona a unos artistas en detrimento de otros, cómo se censura a unos y se ensalza a otros desde unas instituciones públicas que mejor harían en resolver los problemas colectivos de manera más eficaz de lo que vienen haciendo hasta ahora. Para decirlo con mayor claridad,  el problema básico de la relación del Estado con la promoción de la Cultura apunta a algo más serio que a la subvenciones y al patronazgo arbitrario. Es hora de que nos demos cuenta, sobre todo aquellas personas y colectivos que se consideran de izquierdas, de que es, en realidad, un problema de justicia social y, también, de compasión por nuestros semejantes.

viernes, 17 de junio de 2016

Vota, pero vota

Estimados lectores:

Dada la cercanía de las elecciones generales, las consiguientes discusiones a voz en cuello comienzan a proliferar por bares, comidas en casa de la suegra y salas de espera del dentista, por no hablar de los análisis (o lo que sea) de nuestros queridos amigos, los periodistas todólogos, que se multiplican por cadenas de televisión, emisoras de radio y periódicos e Internet con una ubicuidad que ya querría el Espíritu Santo. Ante  tal situación, me he atrevido a relacionar unos cuantos términos que, espero, les serán útiles en estas lides y puedan esgrimir algo más que el "antes había líderes de verdad", "con Aznar/González/Zapatero se vivía mejor", "en Suecia sí que saben" o "como aquí no se vive en ningún sitio".  

La democracia: Es ya un lugar común la crítica a la democracia meramente procedimental, es decir, aquella que se define por la celebración de elecciones competitivas, libres y periódicas mediante las cuales la ciudadanía decide mediante voto secreto qué partido gobernará el país durante los próximos cuatro años. La crítica consiste, sobre todo, en el orillamiento de la ciudadanía en la participación política hasta las próximas elecciones, dejándose la gestión y la decisión en las políticas a esos representantes (especialistas/profesionales de la política) cuya legitimidad reside, precisamente, en haber resultado elegidos en las elecciones. Para otros, en cambio, la crítica no tiene sentido, pues las dimensiones demográficas de cualquier país y así como la complejidad en la naturaleza de los asuntos con los que debe tratar día a día el gobierno hace que dicha gestión deba caer en manos de un reducido número de personas competentes. La conocida, teóricamente al menos, crisis de la representación consiste en la creciente sensación de distancia que los ciudadanos perciben entre sus problemas y la actividad de los políticos. La sensación (o la constatación) de dicha falta de representación, que fue uno de los leitmotivs del 15-M ("No nos representan"), está extendida por toda la Europa liberal-representativa. Esto no provoca que aumente de manera significativa la abstención, al menos en España, pero sí la llamada volatilidad electoral, es decir, el cuantioso  trasvase de votos de un partido a otro a cada elección que se celebra.

El voto secreto: Es conveniente darnos cuenta de la importancia que tiene el voto secreto. En los primeros momentos del sufragio universal, la compra de votos y las represalias eran algo habitual, por lo que, en determinado momento, para evitarlo se instauró el sufragio secreto. Respetar la autonomía del votante y que los resultados fueran fieles a la voluntad del electorado fueron razones clave. Que hoy siga siendo una necesidad constituye una prueba de que tanto no hemos evolucionado democráticamente. Más bien, en una sociedad libre de coacción, el voto debería ser público y que públicamente se argumentara por qué se ha votado una opción y no otra. Resulta del todo evidente que es un ideal contrafáctico. Al igual que en ciertos procesos deliberativos, a veces es necesario el secreto o el refugio a salvo de la exposición pública para que se pueda expresar la voluntad sincera del deliberante y, en su caso, llegar a acuerdos entre las partes.
Así las cosas, parece que actualmente lo que llega a los medios de comunicación es la compra de votos, que puede resultar determinante en los pueblos por su reducida población o en aquellos lugares en los que se prevé gran igualdad. Se puede venir desde casa con la papeleta metida en el sobre, lo que facilita mucho la operación de compra, el aprovechamiento del estado mental de algunas personas o la autoridad familiar. Sin embargo, mi intuición es que la inmensa mayoría de la personas acuden a votar libremente, y que en ese voto se mezcla un sentimiento de deber político con otro expresivista. Estamos, pues, ante un acto político puntual y ante una manifestación identitaria y de filiación ideológica. Tampoco hay que descartar la posibilidad de que algunos ciudadanos voten por la formación política que creen que va a gobernar mejor el país en su conjunto, lo que no es incompatible del todo con las dos primeras razones.

El voto útil: Otro lugar común es la apelación al voto útil. y que es una respuesta al tipo de sistema electoral vigente, con circunscripciones provinciales con reducido número de diputados y senadores, y muchos partidos. Voto útil, claro está, dependiendo de para quién. Normalmente está asociado a los grandes partidos que han polarizado las elecciones según su ideología y su genealogía. Históricamente, y a grandes rasgos, el PP para los liberales-representativos-católicos y el PSOE para los socialdemócratas-redistribucionistas-progresistas. Hoy en día, con el surgimiento de dos nuevos partidos con capacidad para conquistar gran parte del electorado (Podemos y Ciudadanos), la apelación al voto útil está más repartida y es más discutible.

El voto en conciencia: No dejan de ser recurrentes, a la par que paradójicas, las solemnes declaraciones, sobre todo por los jefes políticos, respecto de votar en conciencia. El voto, sacralizado como máxima expresión de la participación política (algo que no es ingenuo, tal y como señalamos en el primer apartado) debe, entonces, responder a la reflexión seria y profunda del ciudadano. Algo que coexiste, según vemos en múltiples ocasiones, con a) la apelación al voto útil: es decir, no vote por el partido que quiera o considere mejor, sino por aquel que tenga posibilidades de gobernar: y b) el constante recordatorio a que se vote lo que se quiera, pero que se vote, como si lo importante en este caso fuese el acto de votar (con implicaciones, claro está, para la legitimidad del sistema político) y no el partido al que destinar el voto. En ambos casos, parece claro que no se anima a que la conciencia desempeñe un papel rector en la decisión final.

La abstención: Como hemos señalado en el apartado anterior, la abstención (no el voto en blanco) es demonizada por los partidos, que nos animan, a veces con irritante insistencia, a votar. Sin embargo, los representantes de los partidos no son del todo sinceros. Según la literatura especializada, a los políticos les preocupa la abstención, sí, pero sólo la que afecta a su propio partido. La abstención que daña las perspectivas electorales de sus rivales políticos les trae, como pueden imaginar, sin cuidado, cuando no la incentivan de modo más o menos sutil. Asimismo, frente a lo que afirman los jefes políticos y periodistas diplomados en gráficos de barras, la abstención puede significar no sólo apatía, desinterés o pereza: puede constituir también un acto político. Una de las maneras más sencillas de no querer legitimar, por las razones que sean, el sistema político vigente es negarse a votar. Pretender que esa posibilidad no existe es una manera sibilina de negar otras formas de construir lo político, entendido esto como la manera que tiene una comunidad de plantear, resolver y ejecutar proyectos colectivos.


P.D. Respecto de las discusiones sobre política, he topado con una frase que define perfectamente el estado de ánimo que me embargó durante una de ellas (la última), hace ya unos cuantos meses: "Una punzada en el corazón y un desánimo en el espíritu". Los caminos de la lectura son inescrutables, tal es el rostro de la divinidad.







sábado, 11 de junio de 2016

Mientras Vds. se empeñan en ver debates, yo sigo leyendo (2)

Aquí estamos de nuevo, a algo más de dos semanas aproximadamente de otra nueva fiesta de la democracia. España es la Ibiza de la política representativa, en la que el jolgorio no acaba nunca, ni siquiera cuando la resaca comienza a hacer estragos en las prioridades. Hay en este espectáculo, en esta fanfarria incesante de declaraciones, golpes en el pecho y desafíos a la historia, también palcos, asientos en primera fila, patio de butacas, platea y gallinero. No hace falta que diga cuáles son los asientos (sin reservar) para el ciudadano corriente.

No hace tanto tiempo, apenas 3 meses, de ese post en que escribí mi lista de libros que había leído mientras Vds. atendían debates. Algunos piensan que los debates entre políticos proporcionan información valiosa sobre los líderes y los programas: respetémoslos. Sin embargo, para los que, como yo, piensan que la información política (y económica, y social, e histórica, etc.) se encuentra en cualquier lugar menos en los debates de los caudillos políticos en los medios de comunicación o en los debates de los líderes mediáticos en los mismos medios de comunicación, aquí les presento otra lista de libros que he leído en el ínterin. No son novedades todos los títulos que relaciono, ni mucho menos, pero es que no pretendo imitar a los suplementos culturales de periódicos que promocionan libros de las editoriales que pertenecen a la empresa madre (del periódico y de las editoriales). Sólo pretendo, en fin, compartir algunos de los títulos que me han resultado iluminadores en estos tres meses. Que les esplendan, también.

-Media, Concentration and Democracy, de C. Edwin Baker. El autor sostiene la tesis de que una excesiva concentración de medios resulta perniciosa para la democracia. Más aún, si la empresa dueña de los medios no es en sí una empresa de comunicación. La cantidad y la calidad de la información se resienten, y el ciudadano no encuentra en los medios la necesaria guía para orientarse entre partidos, ideologías, problemas sociales y las propuestas para afrontarlos. En España sabemos algo de eso. Ah, no, que aquí son independientes.

-The Myth of the Digital Democracy, de Mathew Hindman. Cuando se teoriza sobre Internet, se corre el riesgo de que al cabo de poco tiempo lo dicho o escrito haya envejecido de manera cruel. Sin embargo, ya con varias décadas con la Red entre nosotros, Hindman señala la inconsistencia de ciertos tópicos que han calado sobre su relación con la democracia. Vamos aviados, viene a decir, si pensamos que Internet va a resolver por sí sola el problema que potencialmente supone para la esfera pública la concentración de plataformas mediáticas. Puede que cualquiera pueda disponer de su propio blog (como éste) pero sólo una docena de ellos (por ejemplo, de temática política) concentran mayor número de lectores que cientos (o miles) de otros blogs. Puede que haya muchos más medios de comunicación on-line, pero la mayoría de los lectores buscan en la Red las mismas cabeceras periodísticas que en el mundo real. Aunque los gastos de distribución bajen casi a cero, el gasto fijo por crear el producto sigue siendo elevado, por lo que cuantos más recursos se dispongan tanto para crear el medio como para publicitarlo, más predominante será su posición para atraer lectores (y consumidores). Si tienen un blog propio, no se desanimen. O quizá sí.

-Civil Society and Democracy, de Gideon Baker. Una extensa y crítica relación de teorías, definiciones y autores sobre la sociedad civil. Baker nos lleva desde la Europa del Este comunista hasta la Latinoamérica gobernada por los militares para explicarnos qué concepto de la sociedad civil y de la democracia empleaban los disidentes y opositores a los regímenes dictatoriales de sus países, en la lucha por democratizar el sistema político y la sociedad. Democratización que, según el autor, no debería detenerse tras la transición a un régimen liberal-representativo, como si éste fuera lo máximo a lo que se puede aspirar. Un libro fecundo, que insinúa más de lo que se atreve a decir.

-De la democracia de masas a la democracia deliberativa, de Hugo Aznar y Jordi Pérez Llavador (editores). Para que no me acusen de no defender lo nuestro, incluyo aquí una obra colectiva en español en la que, desde diversos ángulos, se habla de democracia deliberativa, medios de comunicación, Internet y opinión pública. Para el lector no especializado quizá sea un alivio saber que hay en nuestro país intelectuales que no son periodistas (o viceversa), y que hay más filósofos que Ortega y Gasset, aunque ambas cosas parezcan casi inconcebibles.

-La incertidumbre democrática, de Claude Lefort. Es un libro viejuno, sí, y no está de moda en las columnas de opinión de los periódicos ni en el centro irradiador emergente. Sin embargo, este conjunto de artículos (y transcripciones de conferencias) en los que se reflexiona sobre democracia, derechos, poder y totalitarismo merece una lectura atenta (que, a veces, es mucho pedir). En realidad, si uno quiere saber y luego hablar de totalitarismo, tiene que leer a Lefort. Que no digan que nos les avisé.